martes, 31 de marzo de 2009

Graffiti y patrimonio


Una de las más potentes críticas contra el Graffiti es la falta de miramiento de algunos escritores a la hora de respetar el patrimonio público. Edificios históricos o monumentos se convierten en blanco de su colorista actuación, hiriéndolos gravemente y despertando la condena general, asentada en una sensibilidad estética integral de este tipo de bienes materiales y una convicción en la protección y salvaguarda de los tesoros culturales para las generaciones venideras.

 

El debate entre los mismos escritores existe, desde su peculiar planteamiento de que cada uno es libre y responsable de sus actos. Aquí el respeto a la ética particular de cada uno como escritor prevalece frente a cualquier otro aspecto. Aunque bien es cierto que cuando la cuestión se vuelve en contra del propio mundillo a un nivel local, puede generar un debate duro y auténticas reacciones de ostracismo y rechazo de este tipo de actitudes. Por otra parte, puede generar el reto de buscar una fórmula de concordia o de integración entre este tipo de producciones y ese tipo de soportes.

 

Tan viva es la cuestión que, por ejemplo, cuando se produjo la detención el 29 de diciembre de 2004 de dos jóvenes chilenos, Enzo T. y Eduardo C., por hacer graffiti sobre los muros del casco histórico de Cuzco, pudo hacerse patente lo delicado de este tipo de acciones y sus graves consecuencias. Ambos jóvenes, de 19 y 20 años, y sus familias se vieron envueltos en una polémica pública, un fragor cívico y una serie de maniobras políticas que sin duda les marcaron de por vida.

 

¿Quién les mandaría dejarse caer y ver por un área con rango de Patrimonio Mundial de la Humanidad? ¿Cometer ignorantemente un acto penado con hasta 8 años de cárcel por la ley peruana? Encima, con la conversión de la detención y el juicio en un incidente de alcance internacional, el suceso se convirtió en una auténtica pesadilla donde los gobiernos peruano y chileno escenificaron su peculiar duelo de poderes.

 

De nada sirvió, más bien lo lío más, que saliese en defensa de estos jóvenes chilenos su presidente, Ricardo Lagos, con este comentario: «para los muchachos simplemente era una pared más, muy bonita, que se podía pintar». Frase que recuerda lo que suelen decir los padres para justificar a sus hijos frente a la reprimenda de un docente o de otro padre o vecino; pero que no obstante muestra la realidad de que existen diferentes percepciones sobre que se valora como digno o indigno de albergar un tipo u otro de manifestaciones. Pared y graffiti son un binomio de lo más natural. Incluso, denota una sensibilidad, pues se escogió un lugar neutral, sin una identidad peculiar.

 

Se vea como un simple muro o como un muro protegido, consagrado por su antigüedad de más de seis siglos, la producción de unos chavalines no podía generar la aprobación pública. Sólo podría considerárseles como gamberros o, si nos ponemos tremendos, como un comando extranjero encaminado al expolio cultural de la identidad incaica.

 

Pero, incluso como historiador, sin plantearme siquiera defenderles, se me figura la cuestión de por qué eso es condenable y, sin embargo las firmas o el graffiti que figura sobre edificios y monumentos históricos, vinculados con la época de los descubrimientos, las grandes exploraciones, las colonizaciones o los más turbulentos episodios históricos, como revoluciones o guerras, sí nos parecen dignos de conservarse como documento o archivo histórico. Cito algunos ejemplos, las Estancias de Rafael en el Vaticano, machacadas de graffiti por las tropas del emperador Carlos V durante el Saco de Roma; el festival de graffiti del Ejército Rojo en el Reichtag alemán con la toma de Berlín en 1945, las firmas de aventureros o soldados en los monumentos egipcios en distintas épocas, las firmas medievales de peregrinos en el Camino de Santiago, el graffiti moderno de los presos en la Aljafería de Zaragoza, etc. Incluso, las inscripciones de personajes o artistas relevantes en aquellos lugares por los que pasaron. Pero claro, o eran obra de gente significativa o extraordinaria o de protagonistas de significativos acontecimientos en el desarrollo de la Humanidad. También, podríamos entender que nuestra sensibilidad conservacionista es aún muy limitada o insuficientemente desarrollada.

 

Además, me surge la necesidad de resaltar un aspecto a veces menospreciado en esa conjunción entre graffiti y espacios históricos. Cuando el hombre se plantea superar lo efímero de su huella por el mundo, tiende a buscar aquellos espacios que permanecen en el paisaje durante siglos y siglos, que tienen un carácter transgeneracional. Es un impulso natural, una querencia por superar o conjurar los miedos o anhelos que se le presentan, sobre todo, con la toma de conciencia de la muerte o el tránsito.

 

¿Habrá que esperar entonces un par de siglos para que seamos sensibles de ciertos valores? Quizás si contemplásemos la efervescencia del Graffiti como un movimiento de envergadura cultural, social o política, pudiésemos considerar la pequeña posibilidad, la humilde aspiración de salvaguardar alguna de las firmitas de sus protagonistas en su terreno natural, como un testimonio representativo para las generaciones venideras. Un documento para la comprensión de lo que una vez pasó y contribuyó a la construcción de un futuro que se convertirá en hoy. También si lo viesemos como un ejercicio de testimonio frente a un desconcertante e incierto futuro, casi de ribetes apocalípticos, como una fantasía macabra, nuestra visión del graffiti y su preservación fuera otra.
 
Posiblemente, sólo nos quede la esperanza del azar...

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