martes, 31 de marzo de 2009

Graffiti y destrucción


«Las pintadas y el graffiti, aunque a sus ejecutores les parezcan artísticos y les sirvan para dejar constancia pública de su probablemente patética existencia, no suelen embellecer el entorno (no hay mucha gente dispuesta a pagar por ello y algunos se limitan a firmar con mala letra): a estos vándalos callejeros, además de obligarles a limpiar su porquería y a devolver las cosas a su estado original, se les podría educar pintarrajeando sus caras, sus cuerpos, sus ropas y sus posesiones más queridas. A ver si les gusta.»

Este texto tan tendencioso y cargado de odio fue escrito por Francisco Capella y forma parte de un artículo, “La propiedad de las calles”, publicado en la página web del Instituto Juan de Mariana, el 3 de marzo de 2006. Este autor que debemos suponer, según los principios liberales de la institución citada, abierto al debate de las ideas y de las políticas públicas a favor de una sociedad libre, nos alerta de lo que puede generar una visión telescópica, distante, de los fenómenos que se generan en nuestras calles en individuos con una actitud impulsiva y que se creen alineados en el bando de la razón indiscutible, aunque matizable.

A veces se plantean soluciones fáciles o tajantes a problemas que parecen sencillísimos o caprichosos. Se nos figura como algo terrible ver al citado caballero en el papel de padre, y no digo que sea o pueda ser mal padre; pero sus propuestas educativas violan los principios fundamentales de la dignidad humana. Medios tan expeditivos de escarnio resultan impresentables en nuestra sociedad actual y espero que en las venideras e impropias de un ordenamiento jurídico moderno, pues representan verdaderos actos de violación.

 

Igualmente, resulta también aberrante o paradójico considerar que alguien que defiende este tipo de medidas punitivas, condene en vez de defender el tipo de visión del graffiti que el mismo tiene. ¡Si a él le vendría ni que al pelo! Se podría suponer que se sentiría como pez en el agua rayando las fachadas de las casas donde habita la escoria social. ¡Cómo disfrutaría!

 

No obstante, deberíamos de poner un poco de serenidad a la cuestión. En ocasiones se interpreta el graffiti como un acto destructivo. Evidentemente en toda intervención sobre un soporte se perpetra un ejercicio de posesión. Esta posesión puede considerarse más o menos violenta según diferentes puntos de vista. Primero en relación con el soporte, segundo en relación con el propietario del soporte, de haberlo; tercero con el entorno, cuarto con el espectador y quinto con la sociedad. Más o menos está es una forma de plantear esta cuestión, aunque se pudiesen ver más elementos.

 

Entonces, ¿este acto de posesión supone un ejercicio de destrucción? No necesariamente, pues en esto tiene mucho que ver la técnica empleada. Evidentemente si consideramos el scratching o el mordido de ácidos, estamos ante una técnica destructiva. Pero, si contemplamos el caso de la pintura o el uso de rotuladores no se trata más que de una cubrición de un soporte, de una adición de materia. ¿Dónde está aquí la destrucción?

 

Por lo común está consensuada la articulación, como modelo de medida reparadora del daño, el limpiado de la pintada por parte de su autor. Es algo evidente e inmediato y entra dentro de lo sensatamente constructivo y lógico. Es más, genera en ocasiones la picaresca, para evitar sanciones, de firmar con tiza, cera u otra sustancia o medio, como las pegatinas, fáciles de retirar.

 

Así pues, este acto de limpieza sí es una medida educativa, que podrá discutirse que sea o no sea eficaz en sus resultados, pero que plantea la toma de conciencia del escritor de las consecuencias molestas que acarrea su acto para el propietario particular o público. Pero no pintarle a él. No nos vale aplicar aquí la ley del talión: tú me pintas, yo te pinto. Bueno, ni eso, porque va más allá: tú me pintas la casa, yo te pinto a ti. Prepotencia en estado bruto.

 

No obstante, han sido varios los juicios en que ciertos jueces han optado por considerar libres de culpa a algunos escritores. ¿Cómo ha sido esto? Pues por atender como atenuante la intencionalidad artística de los autores a la hora de acometer sus piezas y por no representar en sí eso: un acto destructivo, sino una contribución sobre lo existente.

 

Toda esta breve reflexión me hace considerar que ese planteamiento educativo, basado enpintarrajear las caras, cuerpos, ropas y posesiones más queridas de los escritores, ya se lo aplican ellos mismos. Quizás el tatuaje o la customización no sean más que meros actos de penitencia particular frente a una sociedad apestada de higienismo contranatura. Disciplinas de reformatorio, más o menos afortunadas, que buscan salvar a algunas personas de convertirse en víctimas de un mundo en vías de estandarización.

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